Menorca podría flotar lejos de sus hermanas baleares y no echarlas en falta. De carácter independiente, esta isla de epidermis verde se asoma al mar desde acantilados y calas turquesas. La singularidad de Menorca no reside tanto en el paisaje como en el equilibrio entre turismo y protección de la naturaleza que mantiene desde hace décadas gracias a la defensa activa que practican sus habitantes. Medioambiente y economía, mundo agrícola y tradición pescadora, la costa norte y la sur, Maó y Ciutadella, inviernos silenciosos y veranos festivos… La dualidad forma parte de la isla como un signo de armonía. Lo uno no puede existir sin lo otro.
Cala Morell, cerca de Punta Nati, es otro puerto del norte inmune a la tramontana que ya conocían los primeros isleños, pues cerca se han hallado vestigios de un poblado de la Edad del Bronce y una necrópolis con 17 grutas excavadas. El acceso desde el mar es un pasaje flanqueado por altos muros de roca; desde tierra, la breve playa de cala Morell, con las barcas meciéndose y las plataformas cubiertas de coloridas toallas en verano se divisa al final de un descenso de curvas por carretera, o bien al cabo de unas escaleras empinadas que se convierten en un martirio bajo el sol estival.
El norte se reserva también remansos de paz en forma de oasis de arena cálida, dorada y gruesa que se alcanzan a pie. Cala Pilar, Pregonda, Binimel·là, Cavalleria, cala Mica o las dos playas de La Vall o de Algaiarens (Es Tancats y Es Bot), integradas dentro de un Área Natural de Especial Interés que también incluye un humedal, un bosque y una zona agrícola.
Fornells es la única población de la costa norte. Al abrigo de una larga bahía, las barcas y las casas blancas enroscadas en torno a su iglesia llevan siglos resistiendo temporales. En la orilla opuesta de la larga ensenada se abren varias playitas accesibles en barca, mientras que al vértice, de muy poca profundidad, solo se puede llegar remando en canoa o en paddlesurf. Un día cualquiera de verano, decenas de velas puntean la laguna: se ven windsurfs y también barcas de vela latina que salen del puerto a esa velocidad tan isleña que permite contemplar el paisaje, comer y saludar sin despeinarse, mientras las lanchas más potentes dejan atrás una estela de olas y espuma blanca.
El monte Toro, la máxima cumbre de la isla, domina las vistas de Mercadal y de toda la isla. Desde su mirador a 258 m y accesible en coche, se observan los campos de cultivo cuarteados por muros de piedra seca y los llocs, las fincas agrícolas, blancas, aupadas sobre alguna colina. En primavera la hierba es verde y en pleno verano casi ni la hay. Lo que no cambia de aspecto es la carretera nacional, que cruza la isla de este a oeste y que, desde Mercadal, tienta con tomar rumbo a Maó/Mahón o bien a Ciutadella. Me decido por esta última para así, de paso, entrar en Ferreries, localidad dedicada en cuerpo y alma a la producción de zapatos y, sobre todo, de abarcas, esa sandalia de piel y suela de neumático que aquí lleva todo el mundo. Compro una ensaimada en el Forn Can Marc que me sabe a gloria y sigo hacia Ciutadella.
Capital de la isla hasta que los británicos la trasladaron a Maó en 1722, Ciutadella mantiene el aire señorial en sus edificios de piedra marés, porosa y blanca reluciente, en sus palacios y en su catedral, erigida sobre la mezquita del siglo x, de la que ya solo queda el minarete, transformado en campanario. La visita guiada permite subir hasta la altura de las gárgolas y contemplar la ciudad como un plano tridimensional que se despliega bajo el refulgente blanco de la piedra marés, con la ropa tendida en los terrados, las torres de las muchas iglesias y conventos, los patios de las casas señoriales y la larga lengua del puerto, con la muralla a un lado y el vaivén de los barcos amarrados.
En Can Saura, un palacio del xvii restaurado y reabierto en 2019 como sede del Museo Municipal, se comprueba que la Ciutadella de hoy se levanta sobre una árabe que, a su vez, aprovechó las construcciones y el trazado de la época romana. La exposición y los restos arqueológicos del subsuelo muestran no solo las diferentes civilizaciones que poblaron la ciudad, sino también la isla.
El sur de Menorca podría decirse que empieza en el Cap d’Artrutx, indispensable para contemplar la puesta de sol. A diferencia del paisaje solitario, expuesto a los cuatro vientos, de tierra sembrada de rocas y barracas de piedra seca que rodean el faro de Punta Nati , el de Artrutx se alza en una zona urbanizada con casitas bajas que se asoman a acantilados.
A partir de aquí el litoral se viste de roca blanca, pinos que casi besan el agua y calas de aguas turquesas. En algunas desembocan barrancos espectaculares que ofrecen caminatas entre bosques y cultivos. El de Algendar, por ejemplo, que empieza en Ferreries y alcanza Cala Galdana (en la imagen), o el de Son Fideu, un paraíso donde anidan alimoches situado también en el municipio de Ferreries; o el de Trebalúger, que desemboca en un arenal que solo se alcanza a pie o en barca.
Si la tarde nos pilla en Maó, estamos en el lugar adecuado. La capital menorquina seduce al instante con el ambiente de sus plazas y calles, las vistas del puerto y su oferta gastronómica y artística, con palacios transformados en centros culturales como Can Oliver, del siglo xviii. Por la mañana es imprescindible dar una vuelta por el mercado del Claustre del Carme, desayunar una ensaimada entre sus arcos y merodear entre los puestos de hortalizas y de pescado. Las noches de verano invitan a pasear por la cuadrícula de Es Castell, llegar a Cales Fonts, el antiguo muelle de pescadores, y sentarse en una terraza a cenar.
El puerto de Maó es uno de los puertos naturales más largos del mundo. Los británicos vieron aquí un enclave seguro para sus navíos y para los buques mercantes, trasladaron a él la capital y construyeron colosales edificios militares que dominan todas las vistas: el Fuerte Marlborough, el Castillo de San Felipe (origen de Es Castell) o el hospital militar de la Isla del Rey, un enclave protegido que en julio de 2021 estrenará el centro de arte de vanguardia Hauser & Wirth.
El otro hallazgo natural es Favàritx, un planeta de roca pizarra, gris, negra, que culmina en uno de los faros más fotogénicos del Mediterráneo y que se rodea de playas que fascinan por su aspecto salvaje, como la cala Presili o la cala Tortuga.
Fuente: National Geographic
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